Por Pedro Blois
Al predicar el mensaje del evangelio, todos anhelamos que aquellos que nos escuchan, puedan disfrutar de estas gloriosas verdades. Nos damos por satisfechos, y saltamos de alegría, cuando los hombres descubren en el mensaje de la cruz, la gracia que hace cantar nuestros corazones. Pero lo cierto es que no siempre es así. En realidad, nos entristece ver que en la mayoría de los casos, los hombres muestran rechazo a la verdad. Y aún entre los que lo aceptan, son muchos los que se quedan por el camino. Ante tal escenario, ¿deberíamos sentirnos fracasados? ¿Es correcto pensar que no estamos haciendo lo que deberíamos? De cara a diversas enseñanzas bíblicas, considero que no siempre es así (ver Lucas 8.4-15, 2 Corintios 2.15-16).
La proclamación del evangelio tiene un doble efecto: trae arrepentimiento y salvación a unos, y endurece a otros en su rebelión. En palabras del apóstol Pablo, somos olor de vida para los que se salvan, y de muerte para los que se pierden (2 Corintios 2.15-16).
C. H. Spurgeon solía decir que el mismo sol que derrite la cera, endurece el barro. Ambas cosas ocurren ante la proclamación de la Palabra, y ambas provienen de Dios. Dios se glorifica mostrando su gracia en unos, al vencer su duro corazón, y mostrando su santa justicia en otros, al dejarles en su locura y rebelión. Aquí debemos clamar con el apóstol Pablo: “Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?” Nuestra tarea es proclamar el mensaje sin temor ni adulterio, y después descansar en la sabia providencia de nuestro Dios.