Por Pedro B. Blois.
No exageramos al reconocer en el genuino clamor, el respirar de la fe cristiana. Allí donde hay un ruego sincero, fervoroso, de aquellos que nacen del alma, Jesucristo reconoce esa clase de fe que recibe lo que busca (Lc.18.35-43, 17.12-16; Mr.7.25-30). ¿Por qué el ruego, el clamor, es la expresión más profunda de la fe? Esto se debe a que, el que clama, reconoce con meridiana claridad, dos verdades fundamentales: La primera, “la multitud de sus miserias”; La segunda, “la infinita compasión de Jesucristo”. Lo explicamos a seguir.
No hay verdadero clamor, donde la miseria no es experimentada en alguna medida. El que clama, lo hace ante la amarga realidad de su falta, de su pobreza, del angustioso dolor de su alma. De ahí que el clamor exprese la fe, pues ella misma comienza allí, donde hay arrepentimiento, dolor por el pecado, por la infinita desdicha. Donde hay clamor, hay verdadera experiencia de arrepentimiento.
Pero, en segundo lugar, no hay verdadero clamor, sin una dulce apreciación de Jesucristo. Por lo dicho en el punto anterior, uno puede pensar que el clamor es una expresión de la sola miseria. ¡Lejos de la verdad! El clamor nace allí, donde la miseria se encuentra con la más dulce esperanza; donde el pecador y Jesús, se besan. De donde, el que clama, aprecia en Jesucristo al Dios que se compadece, a Aquel que vino para salvar. El clamor es la inevitable explosión del encuentro entre las miserias del pecador, y la superabundante gracia de Jesús. Amigo, ¿conoces esta clase de clamor? .