No hay nada como tener un corazón dulce, tierno, quebrantado. El que reciba esta gracia, tendrá a su disposición todas las dádivas y tesoros del cielo. El corazón quebranto es rápido en reconocer su error. No busca escusas, no se esconde tras el orgullo y la religión. El corazón tierno pide perdón y lo acepta gozoso. El corazón dulce reconoce su pequeñez ante los demás. Aprende con facilidad, porque tiene un concepto correcto de sí mismo. Aprecia las virtudes de los que le rodean, y no tiene problema alguno en seguir su ejemplo.
El de corazón humilde pasa por torpe para que los demás aprendan. Junto a él, uno se siente grande, importante, cuando en realidad es ciego y pequeño. El quebrantado lleva la carga, la soporta; sonríe con resignación, y es firme cuando corresponde. Este corazón es capaz de amar de verdad, con un amor sincero. Los humildes, y sólo ellos, heredarán el reino de Dios. Estos son los que se postran ante la Palabra, reconocen su pecado, abrazan a Cristo, y crecen en santidad.