Por Pedro Blois
En su famosa obra “Los Miserables”, Víctor Hugo nos presenta un extraordinario ejemplo del poder transformador de la gracia. El autor nos cuenta la historia de Jean Valjean, un ex-presidiario que no encuentra quien le contrate para trabajar, a causa de su pasado en la cárcel. Sin nadie a quien acudir, Jean Valjean encuentra comida y cobijo con el obispo del pueblo, Myriel. El humilde y anciano clérigo, fue el único en mostrar compasión a este pobre hombre.
Una noche, despertándose de madrugada, Jean Valjean roba el único bien de valor que poseía el obispo – unos cubiertos de plata –, e intenta escapar del pueblo con el botín. Siendo capturado por la policía, es llevado nuevamente a los pies del clérigo, para que este confirme que los cubiertos de plata le pertenecen. Para sorpresa del capturado, el clérigo no solamente no le acusa de robar los cubiertos, sino que – buscando librarle de la policía – le advierte que se había olvidado de llevarse con los cubiertos, los candeleros que le había dejado.
Tal fue el impacto de la gracia en el corazón de Valjean, que supo que a partir de ese momento, se quebrantaría en amor, o se endurecería como un demonio. La gracia tiene un poder extraordinario de romper la rebelión humana. Ella nos coge de sorpresa en nuestro pecado, y nos responde como nunca podríamos haber imaginado: “con el amor de la cruz”. Ante el asombro del perdón, de la gracia inmerecida, el corazón sabe que nada puede devolver, nada puede alegar, solo puede llorar y cantar.